Blogia
BEISBOL 007

Columna de El Curita Visconti en meridiano/buenisima

Columna de  El Curita Visconti en meridiano/buenisima
Cambió la historia un solo hombre, con nombre y apellido conocidos. Verdadero prócer, es cierto; mas no la transformó un hombre solo. Su acción abrió las compuertas para que una multitud, hasta esos momentos silenciosa, incluida mucha gente gente blanca –cristiana y católica para más señas– perdiera el miedo, alzara su voz y convirtiera aquella gesta de los derechos civiles en un proceso irreversible.

Jackie Robinson perpetró –el 15 de abril de 1947– el desafío contra la barrera más fuerte de su época –herencia de siglos en Norteamérica– basada en el horror a la llamada “integración racial” pero, curiosamente, ese triunfo fue mucho más que suyo.

Lejos, muy lejos, de ser interpretado, y vivido, como siembra para otro un motivo de venganza y alimento para engendrar más odio, esa derrota progresiva del racismo, casi definitiva, de inmediato se convirtió en victoria plenamente humanista.

Jackie y su exitosa arremetida contra la segregación por el color de la piel otorgó al deporte –y al béisbol, para ser exactos– consistencia de puente para acentuar el orgullo de los estadounidenses por su cualidad de nación en avance.

Quedan, desde luego, rezagos. Imposible borrar vestigios, algunos de cierta fuerza, tras el paso de siglos marcados por el atropello y la sevicia de seres humanos contra seres humanos. Pero se avizoró al juego de pelota como una experiencia muy por encima de lo estrictamente “competitivo”, hondamente rica en posibilidades de crecimiento como país y cultura.

Abundan quienes piensan y sienten que, gracias a la celebración de esta semana que concluye, la incorporación del primer negro en la Historia del Béisbol –así, en mayúsculas– gracias a su “grado” con los Dodgers, luego de retar, y quemar, etapas muy duras en el béisbol mismo; esa incorporación, decíamos, empuja naturalmente a dar vigor al orgullo de haber nacido, o sentirse asimilado, por otras vías, a la Patria de Jefferson, Lincoln, Martin Luther King, John Kennedy, Ella Fitzgerald, Denzel Washington y Hank Aaron. Uno no oye –ni lee– a nadie por allá repitiendo, con afán retaliatorio, historias de cuando los negros soportaban grilletes, látigo y una existencia brutalmente ruinosa.

Es raro además –nosotros, en realidad, nunca lo hemos experimentado en andanzas por Atlanta y Miami Down Town– que, individualmente o en grupos, aparezcan personas metiendo el dedo en llagas que, hasta donde sabemos, fueron cerradas hace larguísimo rato. Sanaron, es más. hasta prácticamente desaparecer.

Sí, es verdad, en estos días, el jueves concretamente, se rindió tributo a Robinson y, de hecho, todos los grandeligas, sin excepción de ninguna clase, y en todos los estadios, se uniformaron para lucir, en su indumentaria, el (honrosamente retirado) dorsal “42” perteneciente al legendario infielder. Todos, a una, los del Norte celebran que, a la larga, dieron a su contribución para convertirse en el modelo de radical convivencia que aquel compatriota planteó con su ejemplo. Se cuenta, de hecho, que los hijos directos de aquella generación se amarraron indisolublemente al béisbol por los beneficios que derivaron de lo que ahora es un espectáculo, cierto, y mucho más: una manera de pensar, actuar, vivir.

Lo que nadie jamás entendió –quizás su viuda y su hija podrían dar una respuesta antes de extinguirse– fue cómo soportó Robinson tanta ofensa, tanto desprecio, tanto maltrato en diversos modos, momentos y ciudades. La impenetrabilidad de un fakir o la delicada fibra de un místico; la entereza de un explorador o el poder de perdón de un santo. Tal vez todas esa facultades juntas.

Hemos oído, a través de documentales, a muchos de quienes compartieron con él la intimidad de los clubhouses, el esfuerzo de los entrenamientos y la algarabía de los juegos en estadios repletos, no pocos de ellos atestados de fieras dispuestas a escupirle la cara, herirlo de un solo botellazo y gritarle los peores insultos. Coinciden en la calma del personaje –humildad y extrema paciencia, acaso una rápida mirada de breve recriminación hacia las tribunas infestadas de feroz racismo– a pesar de que, en los primeros tiempos, sabía lo que le esperaba, allá en el terreno, cada vez que le tocaba jugar, sobre todo en el ardiente sur.

Tiene razón Don Marcial Torres: Robinson se negó a vivir en un islote de la cultura americana. Penetró el alma estadounidense para erigirse, en lo recóndito de muchas almas, en modelo de conversión, el ideal cristiano perfecto. Hombre de paz y amor. Eso vale más que la soberbia y el rencor.

Columna publicada el 17/04/2010

0 comentarios