Miguel y Floyd, hermanos por historia
Los dos tuvieron buenas peleas. Los dos tuvieron malas peleas. Los dos tuvieron peleas dentro del ring. Los dos tuvieron otras peleas, igual de notorias, fuera del ring.
Uno tuvo a un tío que fue su entrenador y a un padre que fue su mentor. El otro tuvo a un padre que fue la inspiración de su sueño y a un tío que fue su rescate tras una pesadilla. Vivieron épocas de sabiduría y sinsentido, de fe e incredulidad, de luz y penumbras, y todo empaquetado y vendido como "reality TV" para ser servido como aperitivo de eventos televisivos aún más grandes, meros preámbulos de un evento de mayor exposición donde los desenlaces posibles son aún más brutales y extremos.
En sus ciudades separadas, con sus diferentes idiosincrasias filosóficas y boxísticas bien acentuadas, ellos forjaron dos historias familiares que hoy, ante el gran desafío que encaran, vale la pena recordar.
Miguel Cotto creció en una familia de peleadores en Caguas, Puerto Rico. El gimnasio de boxeo fue su escuela, su sala de recreos y su lugar de diversión extracurricular, todo en uno. La disciplina transmitida por su padre [homónimo, y fallecido hace más de dos años] a él y a sus hermanos y primos floreció en Miguel con mayor fuerza que en el resto, y para sus 16 años ya era visto unánimemente como la gran promesa del boxeo de su tierra, cuna de gigantes en el duro oficio elegido por su familia.
Los incontables viajes al gimnasio, los trotes matutinos, las dietas y los problemas de peso, las decisiones injustas de los jueces en peleas internacionales. Lo compartido por Cotto y su tío Evangelista puede enumerarse en una lista que incluya o exceda estas y muchas otras variables, y todas ante la certeza de que no habían todavía certezas esperándolos en el futuro. El desarrollo de un deportista joven, sin una red de apoyo provista por una organización o por la estructura que rodea a cualquier otro deporte grupal o de caminos más desarrollados, es una labor de amor sin ninguna garantía de una recompensa futura. Ese fue el camino que recorrieron juntos Miguel [padre e hijo] y Evangelista, los tres aunados por un mismo sueño que tuvo logros de alcance limitado en el amateurismo, pero que ha alcanzado extremos impensados en el profesionalismo.
Pero la acumulación de logros y triunfos no vendría sola. Los roces y desacuerdos no tardaron en llegar, o quizás en acumularse repentinamente luego de tantos años de compañía casi diaria. La confrontación es parte intrínseca de todo deporte, pero en el boxeo es el centro y el corazón mismo de su esencia, y esa misma razón de ser se manifiesta a menudo de las maneras menos adecuadas.
Intentar describir los motivos de la pelea entre Miguel y Evangelista requeriría un conocimiento de la situación personal entre ambos que probablemente nadie posea, y que ellos, en su lacónica naturaleza, probablemente nunca compartan fuera de su círculo íntimo. Lo cierto es que la relación terminó violentamente, y ambos se separaron en un episodio que migró inesperadamente de las páginas deportivas a las policiales en los diarios de la isla. No mucho tiempo más tarde, Miguel Cotto padre, el factor aglutinante entre ambos, deja su espacio vacío en esta tierra y abdica su poder de arbitraje en esta disputa.
Cotto recurre entonces a un ayudante de su grupo, Joe Santiago, como entrenador principal para el combate más importante de su vida ante el enorme Manny Pacquiao. La decisión pudo tener mucho de emotivo, y quizás fue la recompensa tras largos años de lealtad a la familia. Pero la movida no funcionó como se esperaba, y debutar a un viejo amigo como entrenador principal en semejante desafío fue quizás una decisión mal aconsejada.
Pero ya habiendo cumplido con esa muestra última de compromiso ante su círculo íntimo, Cotto se animó a tomar una decisión desligada, por primera vez en mucho tiempo, de sus emociones personales. El turno le tocó al gran Emanuel Steward, una leyenda del boxeo por derecho propio y criador de grandes campeones mundiales. Pocos entrenadores se han adecuado tan bien a los diferentes estilos de cada peleador, y Steward prometía darle a Cotto la dimensión adicional que necesitaba para reafirmar su sitio como uno de los mejores peleadores del mundo en todos los pesos.
A pesar de los éxitos que disfrutaron juntos, quizás la brecha emocional y cultural fue demasiada para Cotto, quien nunca terminó de lograr con Steward la confianza y el diálogo que tuvo alguna vez con sus mentores previos.
Recorriendo su pasado evocó la figura de un entrenador que lo había impresionado en su paso por el amateurismo, y se decidió finalmente por convocarlo para continuar su carrera. Así apareció el cubano Pedro Díaz en su vida, quizás para cerrar un círculo en el que su ligeramente frustrado paso por el amateurismo [donde no pudo cumplir su deseo de lograr el podio olímpico para su patria] y sus controversias con su círculo familiar al unirse a un entrenador que habla su mismo idioma. Y no solamente hablamos de la lengua de Cervantes. Como ex entrenador de la excelente academia de boxeo de Cuba, Díaz creció familiarizado con el concepto de disciplina espartana que, en otra isla y en otro contexto, llevó a Cotto a alcanzar todos los logros que disfruta hoy en día.
Juntos, Díaz y Cotto alcanzaron un logro vital para la finalización de ese proceso de sanación y redención tan ansiado por el múltiple campeón mundial: la revancha ante Antonio Margarito, tras lo que fue la derrota más dolorosa en la carrera de Cotto, y que siempre estuvo sospechada de haberse realizado con el beneficio del uso de vendajes ilegales. El círculo se cerraba. Nueva página, nueva vida, nueva libertad profesional (tras concluir su relación contractual con la empresa Top Rank, manejadora de toda su carrera), nuevo lazo emocional y profesional de cara al futuro. Y nada más apropiado que inaugurar esa nueva era que un desafío digno de semejante renovación, ante el mejor peleador de su tiempo y uno de los mejores de la historia.
Floyd Mayweather creció en una familia de peleadores en Grand Rapids, Michigan. Su historia tiene tantos puntos en común (en paralelo, o extrapolados) con la de Cotto, que quizás cambiando apenas algunos nombres o relaciones podamos transcribirla textualmente hasta cierto capítulo en particular y terminar logrando un relato extrañamente similar.
Su padre [homónimo, al igual que el de Cotto] fue también su primer entrenador, y administrador de los primeros rigores de un deporte en el que el rigor nunca falta. Floyd padre se encargó de darle a Floyd hijo las primeras nociones del deporte que lo haría una estrella, pero la relación entre ambos nunca fue fácil. Las golpizas que todo niño rebelde recibe de un padre demasiado estricto fueron erosionando la relación entre ambos, y más cuando quedó evidenciado que la disciplina que el padre predicaba no se reflejaba en su propia vida.
Floyd padre, un ex boxeador que llegó a disputar una eliminatoria con Sugar Ray Leonard, se perdió en los mismos errores de muchos de sus compañeros de ruta, y terminó preso en más de una ocasión, con un prontuario que rivalizaba en calidad y en altibajos con su propia carrera profesional como pugilista. Floyd no tardó en buscar refugio en su tío Roger Mayweather, ex campeón mundial y sin dudas el más sobresaliente de los tres hermanos [con Jeff Mayweather siendo el miembro faltante] en su desempeño en el cuadrilátero.
El resto de esa relación quedó -- y sigue quedando -- reflejada en ese frenético folclore moderno moldeado por la televisión de alto impacto y por las ávidas páginas de escándalo de las revistas menos serias y comprometidas con la realidad. Pero eso es motivo de otra historia, más larga y abarcadora, que Floyd sigue renovando cada vez que el clan Mayweather coincide en un mismo cruce de coordenadas en el universo. Y el final de esa historia sigue tan abierto y tan impredecible como el primer día.
Lo usual es esperar que ambos peleadores ensayen sus primeros desafíos verbales y gestuales durante la última conferencia de prensa previa al combate. Las cámaras ansían el momento en que sus ojos se crucen. Los micrófonos se estiran al máximo tratando de capturar los velados murmullos de ambos púgiles sobre el podio, y el mundo aguanta la respiración esperando verlos perder la calma y lanzarse algún empellón, o incluso algún amague de golpe, en ese momento tan esperado por los productores de todo programa de reality TV que se precie de tal. Pero esta vez no hubo tal cosa. Esta vez primaron las sonrisas cómplices en el enfrentamiento cara a cara, y la usual pose en guardia de boxeo frente a frente se vio reemplazada por un respetuoso, casi afectuoso, apretón de manos y hasta un leve abrazo entre ambos frente a las cámaras, como el de dos viejos conocidos que vuelven a verse después de mucho tiempo, y se piden perdón por los desencuentros pasados y los roces futuros.
Y es que en alguna parte, en alguna ciudad imaginaria entre Michigan y Puerto Rico, Miguel y Floyd son hermanos en la misma historia, ambos deseando haber tenido el padre o el tío del otro en el momento que sus vidas más lo necesitaron, y ambos quizás aunados por el compromiso de transformar sus notables experiencias de vida en un combate que, lejos de derribar a uno y glorificar al otro, los inmortalice a ambos. Y con ellos, a sus padres y sus tíos y a todos los que los acompañaron en este extraordinario viaje hacia la cima del deporte que los hizo grandes.
Diego Morilla es periodista y columnista de boxeo desde 1992. Ha realizado entrevistas, análisis y coberturas de peleas por títulos mundiales para medios especializados (Latino Boxing, MaxBoxing.com, Lo Mejor del Boxeo, PSN.com, etc.) y periódicos (El Mundo, Primera Hora, El Vocero, etc.) en EEUU, Puerto Rico y Argentina. Actualmente es editor, redactor y traductor de ESPNdeportes.com. Consulta su archivo de columnas.
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