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BEISBOL 007

Barry Larkin y su viaje a Cooperstown

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COOPERSTOWN, NY — Los recortes de periódico están amarillentos y arrugados por el paso de dos décadas. Han sobrevivido las mudanzas de Cincinnati a Denver y a los suburbios de Filadelfia, por no mencionar el gran desastre del bombeo del pozo en el año 2004 y el polvo residual en el sótano, producto de una remodelación de la cocina en el 2011.

El Barry Larkin que me devuelve ahora la mirada desde esas viejas secciones de deportes del periódico Cincinnati Post es ágil, atlético y capaz de dar energía a una multitud con el simple accionar de un interruptor. Puede mandar la pelota por encima de la cerca o disparar para el lado opuesto en una jugada de corrido y bateo. Se robará una base cuando sea más importante o recorrerá todo el rango dentro del agujero y disparará un tiro a primera base para vencer al corredor por un paso.

Durante la temporada de 1989, Whitey Herzog, el manager de San Luis, eligió a Larkin y Will Clark como los jugadores alrededor de quienes más les gustaría construir un equipo. Herzog tenía un campocorto personal bastante bueno en el momento en la figura de Ozzie Smith, pero la combinación de juventud y versatilidad de Larkin eran suficientes para que la Rata Blanca de corte erizado se detuviera a prestar atención.

No importa cuántos elogios llegaban a sus manos, Larkin nunca pensaba de sí mismo como la cuchara que agitaba el Skyline Chili. Incluso en la primavera de 1992, después que los Rojos de Cincinnati negociaron a Eric Davis hacia Los Dodgers de Los Ángeles, y Larkin fue ungido como “el hombre” de la casa club del Riverfront Stadium, parecía sentirse incómodo con esa percepción.

“Yo no me veo como un jugador estrella”, me dijo Larkin esa primavera. “Yo no soy un tipo que va a batear 30 jonrones y robar 70 bases o impulsar 120 carreras. Trato de ser consistente tanto ofensiva como defensivamente. Y en la casa club, cuando se necesita decir algo, intervengo y lo digo”.

Larkin acumuló premios e hizo su trabajo con aplomo durante 19 temporadas — todas en su ciudad natal de Cincinnati. Participó en 12 Juegos de las Estrellas, ganó nueve Bates de Plata, tres Guantes de Oro y un premio de Jugador Más Valioso, y acumuló 2,340 hits y 379 bases robadas. Con la posible excepción de Rickey Henderson y Roberto Alomar, era difícil encontrar a un jugador mejor equipado para dominar un partido sin disparar 30 bombas por temporada.

Siempre se veía a sí mismo como una pieza complementaria. Sus ex compañeros, adversarios y varios cientos de escritores de béisbol lo consideraban como mucho más en su totalidad.

En enero, los escritores de béisbol eligieron a Larkin al Salón de la Fama en su tercer intento, con el 86.4 por ciento de los votos. Larkin será formalmente exaltado en la ceremonia del domingo en Cooperstown, Nueva York.

Recuerdos compartidos
Mi primer año como escritor del Post encargado del tema de los Rojos fue 1988. El Día de San Patricio, entré en la oficina del gerente en Plant City, Florida — sede del Festival de la Fresa de la Florida — y allí vi a Pete Rose sentado en su escritorio. Fue el comienzo de un viaje muy loco.

Dos semanas después de la temporada, los Rojos fueron noticia por presuntamente arrojar comida e insultar a las azafatas durante un vuelo desde San Francisco a Houston. Dos semanas después de eso, Rose recibió una suspensión de 30 días por empujar al árbitro Dave Pallone durante una discusión, y los radiodifusores Marty Brennaman y Joe Nuxhall fueron convocados a Nueva York por el comisionado Bart Giamatti y regañados por sus “comentarios incendiarios y completamente irresponsables” desde la cabina de prensa.

Recuerdo haber pensado: “¿Puede haber algo más loco que esto?”.

Por supuesto que podía, y lo hubo. La temporada de béisbol de 1989 en Cincinnati fue consumida por una investigación sobre apuestas que obligó a Rose a exiliarse del deporte y convirtió nuestras vidas en un ‘reality show’.

Larkin fue el mejor jugador en general de Cincinnati durante mis cinco años de cobertura y siempre era una alegría poder cubrirlo. Era pensativo y responsable, y tenía una habilidad especial para relacionarse con todos los rincones de la casa club. Hablaba con fluidez el español y hábilmente sirvió de puente para saltar el vacío entre afroamericanos, blancos, y latinos, y de los jugadores jóvenes y los veteranos. Jugaba con la suficiente brillantez como para atraer a una nueva generación de aficionados, mientras que personifica la mentalidad de la vieja escuela que los puristas apreciamos.

Pero Larkin rara vez proveía el mejor artículo para escribir. Davis, “el próximo Willie Mays”, fue una constante fuente de fascinación en Cincinnati. Paul O’Neill, el auto torturado muchacho americano de Columbus, pateó una vez una bola de regreso al cuadro en el Veterans Stadium de Filadelfia. Los Muchachos Desagradables (The Nasty Boys) eran por lo general un puntazo, pero la experiencia de Rob Dibble tomó al menos tres años de mi vida. La propietaria Marge Schott, por su parte, contaminaba el aire con el humo del cigarrillo y distribuía bolsas de plástico llenas con pelo de San Bernardo para la buena suerte. Una vez resolvió una disputa contractual de $25,000 con el jardinero Kal Daniels con lanzar una moneda al aire en el lote de estacionamiento del estadio de Plant City.

¿Y quién podría olvidar a Pete, llenando cuadernos y soltando referencias de comedias de enredos y cultura pop como migas de pan? Cuando Rose no se estaba refiriendo a O’Neill como “Jethro” por su parecido al carácter de Max Baer en “Beverly Hillbillies”, llamaba a Chris Sabo “Spuds MacKenzie” porque era la viva imagen del canino vendedor de cervezas. Sabo conducía un Ford Escort de 1982, tenía un segundo empleo en un McDonalds durante la liga de instrucción, y una vez se salió de una barbería a mediados de corte de pelo porque estaba muy furioso por la forma en que iban las cosas.

Larkin era simplemente Barry, el producto de una familia con grandes credenciales atléticas y académicas. Su hermano, Michael, jugó como linebacker en Notre Dame y hizo presentaciones para los Buffalo Bills y los New Orleans Saints. Byron es el líder anotador durante su carrera como jugador de baloncesto de la Universidad Xavier, y ocupa el puesto 21 en la historia de la División 1 de la NCAA, y Stephen jugó béisbol en Texas antes de una extensa carrera de ligas menores y una aparición con los Rojos en 1998. Robert y Shirley Larkin hicieron hincapié en la importancia de la búsqueda de la excelencia en el campo de juego y en el aula, y los Larkin eran considerados como una versión de la vida real de los Huxtables de Bill Cosby.

El camino de Barry pudo haber ido en varias direcciones. Decidió no jugar defensive back en la Universidad de Michigan, y el entrenador Bo Schembechler nunca se cansó de enviarle lineazos por su camino cuando Larkin tomaba prácticas de bateo en el edificio deportivo.

“¿Por qué no le pegas a algo que pega para atrás?”, le gustaba decir a Bo.

Silenciosamente motivado
Como nativo de Cincinnati, Larkin le dio orgullo a su ciudad natal. Su viaje se inició con el equipo de T-ball de la Kennedy Heights-Silverton y se abrió camino a través del béisbol knothole, la Liga Connie Mack, y el programa de secundaria de Mike Cameron Moeller, que también envió a Buddy Bell, Ken Griffey Jr. y varios otros jugadores a las Grandes Ligas.
Pero el chico local tuvo que luchar por cada paso. Larkin nunca se olvidó de cómo Gary Green y Álvaro Flavio acumularon la mayor parte de los turnos al bate del medio del cuadro para el equipo Olímpico de los Estados Unidos en 1984, o cómo tuvo que sobrevivir a Kurt Stillwell para ganarse el puesto titular en Cincinnati. Temprano en la carrera en las Grandes Ligas de Larkin, el veterano ejecutivo de los Rojos, Sheldon “El Jefe” Bender, le dijo que un cambio a la segunda base podría ser necesario porque carecía de las habilidades necesarias para jugar el campocorto. En silencio, Larkin archivó la conversación para referencia futura y la utilizó para la motivación para su futuro.

Cuando el espíritu lo movía, Larkin, en efecto, daría un paso adelante y diría lo que pensaba. Cuando los Rojos presionaron a Ken Griffey Sr. a retirarse en 1990 para crear un lugar en la lista, Larkin, Davis y Herm Winningham inscribieron el número 30 en sus zapatos en señal de protesta. Larkin hizo un gesto similar con el número 24, cuando los Rojos despidieron al manager Tony Pérez, con 44 partidos jugados en la temporada del 1993.

Cuando Schott se refirió a Dave Parker y Davis como sus “n—- de un millón de dólares”, Larkin hervía en silencio. Calificó los comentarios de “vergonzosos” y dijo que no había lugar para el racismo en el béisbol. Sus palabras fueron medidas, pero el tono de su voz firme expresó su sentimiento de indignación.

Pronto Larkin pagó un precio por expresar sus opiniones. Recibió cartas de odio y amenazas de muerte, y se le pidió que entregara las cartas al FBI y que comenzara a registrarse en los hoteles con un nombre falso.

“Cuando surgió la controversia, la gente vino a pedirme una respuesta para el equipo, así que no pude someterme”, dijo Larkin. “Dije lo que dije. Dije lo que dije. Hay una manera correcta e incorrecta de hacer las cosas, en todos estos temas”.

El Sr. Consistencia
En verdad, yo no estaba totalmente convencido de la idea de votar a favor de Larkin cuando su nombre apareció por primera vez en la boleta electoral del Salón de la Fama. Pasó mucho tiempo en la lista de lesionados y jugó 140 partidos o más en siete ocasiones durante 19 temporadas. Pero los números finales lo hacen un caso fuerte. Larkin está empatado en el lugar 61 de todos los tiempos (con Alan Trammell) en victorias sobre reemplazo de 67.1. Ese número lo pone por delante de contemporáneos suyos como Tony Gwynn, Tim Raines, Ryne Sandberg, Roberto Alomar, Manny Ramírez y Eddie Murray.

Larkin pasó también el examen del ojo. Era un líder, un compañero de equipo excepcional y el tipo de jugador que cuando no podía pegarle a una bola por el piso hacia el lado contrario para hacer avanzar a un corredor en base se lo tomaba como algo personal. Fue un ejemplo para sus compañeros de equipo así como para los ojos estrellados en Cincinnati.

Como escritor de béisbol, voy a gozar de una emoción especial al ver el gran día de Larkin en Cooperstown, porque yo estaba allí por sus años de formación y mi tiempo como encargado del tema coincidió con sus bajas, sus altas, depresiones y sus grandes triunfos personales. Un recorte del Cincinnati Post muy conmovedor — con fecha del 22 de octubre de 1990 — cuenta con el titular de “¡Campeones del Mundo!” y una foto de un Larkin alegre con su puño derecho en alto, mientras su compañero de equipo Joe Oliver le vierte champán por la espalda. El orgullo de Cincinnati había recorrido un largo camino desde sus días en la secundaria de Moeller.

A los 48 años, Larkin trabaja para ESPN y experimenta las alegrías de la paternidad a través de los logros de sus tres hijos. Su hija Brielle es artista del maquillaje y es una ex estrella de lacrosse de la escuela secundaria en la Florida. Su hijo, Shane, juega como armador en el equipo de baloncesto de la Universidad de Miami, y su hija Cymber, la más joven, cantará el himno nacional durante la ceremonia de exaltación al Salón de la Fama del domingo. “Definitivamente es algo especial, pero voy a estar nervioso como diablos por ella”, dijo Larkin.

Su inspiración de la infancia, David Concepción, nunca llegó a Cooperstown. Pero Larkin estará presente este año para representar a su familia, la ciudad de Cincinnati y el ideal de que la excelencia es una propuesta a largo plazo. Él será el único miembro de la boleta electoral de los escritores del 2012 en el podio.

Va a lucir justo como en casa.

AUTOR:
Jerry Crasnick cubre béisbol para ESPN.com Consulta su archivo de columnas.

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