Elogio al hombre de la máscara
Mezclar dos idiomas requiere talento. Mezclar dos culturas, más todavía. Mezclar dos personalidades contrastantes sobre un ring de boxeo puede llegar a ser una tarea arriesgada y hasta peligrosa.
Pero los deportistas realmente grandes, los que trascienden el ámbito de su desempeño profesional, desarrollan la habilidad de saltar de un extremo al otro con la maña de un prestidigitador, con la mágica destreza de un héroe enmascarado que nunca termina de develar su verdadero rostro.
Héctor "Macho" Camacho era el hombre de las mil máscaras, que es lo mismo que decir el hombre de los mil rostros. Su rostro aniñado y hasta angelical, con su rulo casi infantil colgando sobre su frente y su eterna sonrisa, contrastaba con la imponencia viril de su apodo. Sus declamaciones tenían aire de desafío arremetedor, pero eran una mera cortina para incitar la verdadera provocación de parte de sus rivales para luego contragolpear con retruques certeros y a menudo hilarantes. Como cualquier gran mago, el truco de Camacho era hacerle creer a sus partenaires que eran ellos quienes elegían la carta secreta que luego él adivinaría, cuando la carta ya estaba elegida y jugada de antemano.
Ese era el Camacho que conocimos: un maestro del engaño y la duplicidad. Entraba al ring disfrazado de gladiador, y cuando todos esperaban que honrara su disfraz arremetiendo contra su rival con la fuerza de una horda de romanos enfurecidos, se transformaba en torero y en esgrimista, llevando a sus rivales a pelear en su propio terreno, a su propia fosa llena de leones y cocodrilos. Así como respondía mezclando palabras en inglés si le hablaban en español, y viceversa, Camacho nunca mostraba un mismo rostro sobre el ring. Siempre se reservaba el derecho de hacer un último cambio de vestuario allí sobre el ensogado, a la vista de todos, y dejar a su rival y al público adivinando qué personaje estaban viendo en cada momento.
Y así como convivían en él dos lenguajes opuestos, el del Barrio neoyorquino y el del caserío boricua, convivían en su vida de deportista dos estereotipos opuestos pero que abrevaban en una misma fuente. El fiestero incorruptible cohabitaba el cuerpo del deportista de disciplina espartana y de entrenamiento estricto. Solo así se comprende su longevidad sobre el ring, en la que superó incluso a muchos de sus verdugos, siempre rindiendo de manera pareja durante toda la distancia del combate. En su vida personal, la hora de entrenar y la de vivir la vida loca eran dos terrenos diferentes, casi dos ámbitos completamente disímiles. Solo hacía falta un cambio de máscara, y Camacho dejaba de ser el parrandero incorregible para ser una máquina de tirar golpes y anotar desde todos los ángulos, boxeando con soltura ante oponentes de pegada temible sin amilanarse.Y es que hay algo que usualmente se nos escapa en el análisis de los púgiles habladores y declamadores: el miedo al ridículo los impulsa a dar el paso adicional que los otros piensan que no necesitan. Camacho, consciente de la desproporción entre su aspecto físico y su apodo, conocedor del efecto enervante de su verborragia (plasmada en un capítulo entero de un libro de 35 capítulos dedicados a rescatar citas célebres de boxeadores de todo el mundo), y sabedor del poder de atracción de su altisonancia arrogante (que actúa como convocante tanto para quienes desean verlo ganar como para quienes ansían ver cómo le cierran la boca a golpes de puño), Camacho ponía el esfuerzo extra que lo hacía separaba del grupo de élite y lo ponía, junto con su enorme habilidad boxística, en otra categoría.
Su manera de caminar el ring era algo inimitable, y a la vez básico en un boxeador. Nunca estaba fuera de balance, nunca recibía un puño sin estar ya encaminado a la dirección contraria de la potencia del golpe, y siempre conocía el momento justo para potenciar sus propios golpes dando el paso atrás y usando la inercia de la arremetida del rival para duplicar su propia pegada. La combinación con la que derribó a un temible pegador y durísimo aguantador como José Luis Ramírez es apenas una de las muchas ilustraciones de las habilidades que Camacho desplegó sobre el ring. Ocultas para el fanático casual bajo el manto de la hipérbole continua que fue su vida, esas habilidades boxísticas que exhibía con una fluidez nunca vista fueron el deleite del conocedor fino del arte pugilístico, y las marcas más indelebles de su legado.
Cuenta una de sus muchas leyendas que Camacho estaba desaparecido sin aviso apenas unas horas antes de un combate importante en el Madison Square Garden de su Nueva York adoptiva. A falta de celulares y otros medios de rastreo de nuestra época actual, el desesperado promotor del evento salió a recorrer las calles de East Harlem a preguntar por su paradero. Luego de varias averiguaciones y direcciones en falso, vislumbra a un personaje de traje blanco cargando un enorme equipo de audio sobre un hombro, con el sonido al máximo, piropeando a las señoritas y saludando a los transeúntes a los gritos. Camacho fue despojado del equipo de música, subido a empellones al auto, llevado al estadio, y empujado hacia el ring, donde ganó su combate por puntos. No hace falta adivinar mucho para saber qué es lo que hizo (o mejor dicho, continuó haciendo) Camacho inmediatamente después de ese combate.
Las balas nos quitaron la última chance de conocer el verdadero rostro de Camacho. Sabemos que era padre dedicado, boxeador dedicado, showman incansable, playboy incorregible. Pero la proporción exacta de los ingredientes que componían esa mezcla quedará perdida en el tiempo. La última máscara del Macho Man from East Harlem quedará oculta en un rincón inhallable de su profunda bolsa de trucos.
Pero eso sí: si algún día transitamos por las calles del Más Allá y vemos a un personaje de traje blanco cargando un gigantesco radiograbador a todo volumen y gritando exorbitancias en dos idiomas, no nos hará falta verle la cara para saber de quién se trata.
Diego Morilla
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